X-11-IV-07
Draco apenas recordaba cosas de sus primeros años en el orfanato. Solo había dos cosas grabadas a fuego en su mente, una era el perpetuo olor a patatas que impregnaba el lugar, el otro era, paradójicamente, una sensación de hambre perpetua en el centro del estómago. No era un hambre ésta de las que nos hacen lanzarnos al plato, no, era el hambre que te quita las ganas de comer, especialmente cuando en el plato sucio le echaban esa mezcla de patatas hervidas con harina de maíz.
El primer mes era siempre el más sencillo, los niños se limitaban a llorar la perdida del seno materno, los días eran repetitivos, o sería mejor decir estables. Poco a poco los niños dejaban de llorar, se convertían en los “perros del sordo”. Se les llamaba así porque los niños dejaban de llorar cuando comprendían que sus guardias no le escuchaban. Con los años Draco entendió porque los mayores rondaban siempre alrededor de las salas de los más pequeños, buscaban al primer perro del sordo. Esa era una recuperación de una parte de la naturaleza que el hombre había perdido en el resto del mundo. En el orfanato nº 1 lo llamaban “los perros del sordo”, en el resto del mundo era un fenómeno conocido como “selección natural”. La vida era más fácil si eras uno de los primero “perros del sordo”, el problema era si no querías formar parte de montaje de los mayores que te habían fichado. Draco tuvo la suerte de ser el “primer perro del sordo”. El problema era que desde que uno empezaba a serlo se perdía lo que antes llamaban monotonía, lo que llamaban desde ese día seguridad.
Jorge Soria