Comienzo mi colaboración con esta maravillosa suerte de revista literaria. No sé con qué periodicidad iré hablando de poemas y poetas. Para abrir la sección he elegido un poema de García-Máiquez.
En
Casa Propia (Renacimiento, 2004) de Enrique García-Máiquez, hay muchos poemas que me han llamado la atención, por su belleza, por su optimismo y alegría ante la vida, por su amor a Leonor (ese acróstico que le hace, al releer el poema, "rozarte con los labios") etc. Con una gran variedad y dominio de los distintos metros, García-Máiquez sale y hace salir al lector "sonriendo en mis poemas", y es que canta alegre, "y es por eso/ que canto poco. Mientras/entre una línea y otra, oculto, corre el tiempo/y por él va el dolor..." Pero me quería fijar en un poema magistral. Max Jacob, aquel bohemio francés, aconsejaba al joven aprendiz de poeta que no fuera superficial,que todos sus verso debían ser hondos. Rilke, en sus famosas
Cartas, en concreto, en la tercera, dice lo mismo. La poesía no es un juego verbal, y por eso García-Máiquez replica con autoridad a Lope de Vega con este magistral poema:
Un soneto me manda hacer, violenta,
mi tendencia al pastiche. Ya en el reto,
voy rematando mi primer cuarteto
con pie forzado y mano desatenta.
Sin penas, sin apenas darme cuenta
-pero contando- me hallaré, discreto,
en medio del camino del soneto.
Hasta la otra mitad, mi pluma intenta
saltar. Subo el penúltimo repecho
y desde aquí, cuando se ve el final,
miro a mi espalda y quedo insatisfecho.
Porque un poema es pálpito en el pecho.
Ni guiño a la afición ni flor formal.
Cuento -sí, son catorce-, y no está hecho.